El hombre del pasado.
Por:
Natalia Martínez C
Creo que el hombre que vive
en este apartamento es una mala persona. No puedo afirmarlo con seguridad; se
sabe que no hay buenas ni malas personas, eso se dice al menos en los libros
con un poco de criterio, libros diferentes a la Biblia y a los de autoayuda.
Pero cómo no dudar sobre la bondad de este hombre que tiene enmarcada y colgada
en la pared principal de la sala una foto abrazado a Álvaro Uribe. La verdad es
que cuesta no cegarme por este hecho, que además se ve reforzado por su
biblioteca llena de teoría sobre libre mercado y seguridad democrática y por las
conversaciones en las reuniones familiares donde sale a defender a capa y
espada lo que él llama la “meritocracia”. Las cosas se ganan con trabajo, dice,
y se pone de ejemplo con su gorda pensión del Banco de la República. Bueno
Natalia, no puedes juzgar que alguien es malvado sólo porque piensa diferente a
ti. Y tú no eres precisamente un angelito. ¿No te hablaron de la tolerancia ciento tres veces en las clases de trescientas
diez horas de ética del colegio? Yo respondo que no es tan fácil, no es fácil
perdonar sobre todo si el otro no está pidiéndote perdón.
Mi abuelo materno dejó a mi
abuela en la calle y nunca le dio lo que le correspondía tras el divorcio. Le
dijo que él lo había conseguido todo con su esfuerzo y que por lo tanto, ella no
lo merecía. Seguramente él no consideraba que cuidar dos niñas y una casa era
bastante trabajo. En mi familia se creó un misterio acerca de este personaje,
no lo conocía y me daba miedo siquiera pronunciar su nombre, era simplemente el hombre del apartamento en el Norte. Cuando mi abuela
murió, él volvió a buscar a mi mamá y tuvimos que convivir con él. No parecía
un hombre tan malo: era sonriente, nos invitaba a cine y era muy amoroso con
sus gatos. Sin embargo, no había forma de no sentir que mi abuela me pedía
rescatar su dignidad y comencé a buscar cómo reforzar la idea de odiarlo. Lo
encontré en la fastidiosa forma que tiene de idolatrar a un personaje y a una
idea de estado que mi familia paterna - atraída siempre hacia
las posturas de izquierda- odiaba. También comencé a sustentar mi desprecio en las
lecturas feministas de mi adolescencia y llámalo tres veces patriarca en mi
mente, como si estuviera enviándole un conjuro. Así que cada vez que voy a su
lujoso apartamento subo al estudio y comienzo a ojear los títulos de sus libros
y así me voy sintiendo mejor. Algunas veces a modo de venganza -debo
confesarlo- les he arrancado páginas, sé que de todos modos nunca los va abrir
pues está demasiado ocupado acicalando a sus gatos y a su joven nueva esposa.
Intentando ver el asunto
objetivamente - si es que eso es posible- me doy cuenta que es probable que no haya
hecho el trabajo de duelo cuando pude y que la pérdida de mi abuela ha
resultado acumulándose en algún lugar y llenándose de telarañas y de arañas que
a veces salen a recorrer el resto de mí, haciendo que ejecute esas pequeñas
venganzas. Esto es lo que Ricoer en su texto La lectura del tiempo pasado: Memoria y olvido llama un traumatismo, poniéndolo en términos de Freud. Todos los
tenemos, pocos son conscientes o saben manejarlos, pocos finalmente los tratan.
La verdad es que pensando sobre esto me siento un poco alarmista y exagerada. ¿Qué
es este seudo-complejo de Electra al lado de otros mucho más imbricados como lo
puede ser un asesinato, una violación o una masacre? Y qué decir de los grandes traumatismos sociales
que atraviesa Colombia en su identidad y en su desarrollo.
Si es difícil realizar el
trabajo de rememoración y de duelo para un individuo, si requiere de esfuerzos
y de espacios terapéuticos, si implica un intento aventurado de dar cuenta de
un sin fin de posibles miradas del pasado, de sentimientos y pensamientos
desordenados y archivados, para poder generar un discurso personal sobre lo
ocurrido, es una odisea pensar en generar una verdad histórica nacional. ¿Cómo
recoger todos los testimonios y que estos no se anulen los unos a los otros? La
labor de la Comisión Histórica del Conflicto y el informe sin consenso que
finalmente emitió hace unos meses, evidencian que si bien buscar una sola verdad absoluta sobre lo ocurrido
es infructuoso, sí es importante encontrar dentro de las versiones infinitas que
puedan existir los puntos de comparación, de encuentro y desencuentro, y hacer
un análisis crítico de éstos. Acá valdría la pena relacionar la función crítica
de la historia en términos de Ricoer, que precisamente vendría a hacer una
ruptura con la memoria. La memoria serían esos testimonios individuales que
corren de manera subjetiva. Lo que se propone la historia desde una posición
crítica es documentar, explicar y/o interpretar lo ocurrido, quiere develar la verdad mientras que la memoria apela a
la fidelidad. Esto quiere decir que
es en la conjunción de ambas, memoria y crítica, subjetividad y objetividad,
que puede realizarse un discurso plural sobre el pasado.
Ahora bien, ¿si no vamos a
ponernos de acuerdo sobre las causas, los culpables y los efectos de lo
ocurrido, entonces para qué el énfasis en el pasado y para qué una Comisión
Histórica del conflicto? Pienso que lo importante no está en el encontrar una
respuesta a todas estas preguntas, como si de llenar un formulario se tratara.
Culpable: Natalia Martínez. Delitos: Indiferencia y olvido. Lo relevante de
tomarse la molestia de revisar lo que pasó es –irónicamente- preguntarse sobre
lo que no paso. “No sólo los hombres
del pasado, imaginados en su presente vivido, han proyectado cierto porvenir,
sino que su acción ha tenido consecuencias no queridas que han hecho fracasar
sus proyectos y han frustrado sus mayores esperanzas”[1]. Lo que Ricoer llama las
promesas incumplidas del pasado. Saber que los hombres del pasado también
pusieron sus esperanzas en la paz y en un futuro más justo nos hace sentir que
no estamos solos en este Proceso de paz y que de hecho tenemos el deber de
revisar esas promesas y renovar o reactivarlas con el fin de que tengan un
lugar en el futuro y de esa manera dejen de presentarse a manera de traumatismo
para el individuo y la sociedad en general. El trabajo de rememoración y el
trabajo del duelo es necesario y por eso se hace necesario que cada uno de
nosotros genere un discurso sobre el conflicto en relación a sí mismo, por
medio de la retrospección.
Sin embargo, si los hombres
del pasado aún existen en el presente y están dispuestos a dialogar – como no
lo estaría mi abuelo y sí las FARC- también tendríamos la responsabilidad de
crear una labor de terapia colectiva en la que, semejante a eso que Ricoer
llama la arena donde el terapeuta
permite y el analizado acepta, se logra un terreno de diálogo público donde se
pueda escuchar al otro. Un espacio-tiempo casi detenido donde sea posible pensar que aunque
el testimonio del otro no concuerde con el mío -como ocurrió con algunos de los
análisis de los académicos de la comisión y como siempre ocurrirá conmigo y el
hombre de este apartamento-, no me es del todo obsoleto porque me permite preguntarme
cómo éste alimenta o cómo refuta el mío, cómo puedo reinterpretar mis hechos a
partir de los hechos de los otros. Así yo no crea en ese otro testimonio, está
ahí está para ser revisado.
Mi abuelo será siempre para
mí un hombre del pasado, no me interesa que haga parte de mi presente porque sé
que él no siente que deba ser perdonado. Así que lo que puedo hacer es tratarlo
como si su vida ya estuviera concluida y ver sus errores como fracasos: pensar
en que él tenía sueños de ser un hombre honesto y trabajador y que en el camino
se le salieron de control. No hay buenas ni malas personas, eso ya lo había
aprendido, pero quizá así empiece a aplicar lo que sé, y en vez de romperle las
hojas de los libros le deje alguna flor o hierba mágica que si alguna vez encuentra estará
disecada. No solo el asalto, sino la espera es una forma de sorpresa. El conjuro tiene más poder cuando va dirigido a uno mismo y sólo de forma indirecta a los demás.
[1] Paul
Ricoer. La lectura del tiempo pasado:
Memoria y olvido. (1999). Ed.
Universidad Autónoma de Madrid.
Interesante artículo, entretenido para leer. Es interesante ver en tu historia que es importante rememorar para plantearse la opción de perdonar. Igualmente pienso que en el Caso de Colombia el perdón es un acto que lleva tiempo, pues se trata de ser atravesado por un hecho atroz para ser comprendido, y esta comprensión no pasa por el intelecto sino por algo que trasciende los límites del lenguaje (así me imagino que lo diría un psicoanalista). Ante los diálogos de paz y un eventual pos acuerdo, es importante hacer conciencia que entramos en una etapa de memoria y perdón y que esto nos llevará a otro periodo quizás más largo que la misma guerra.
ResponderEliminarUna muy bonita y bien construida reflexion sobre la memoria a partir del anecdota personal confrontada al marco teórico de Ricoeur y espacios como la presentación de la comisión de memoria. Bien por tu abuelo inspirador
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