martes, 28 de abril de 2015

La capacidad de conmoverse



Hay una barrera de policías a la entrada. Muy queridos, en la requisa no son irrespetuosos. Serán de los pocos que no. Entro. Imagino que será igual de hermético el lugar de la proyección, pero me sorprendo al ver un espacio amable y desenfadado con personas bebiendo y comiendo sentados en cojines. Me siento también en un pequeño espacio que encuentro entre dos personas. Luego me entero de que uno de ellos es el director del documental que estoy por ver, Gustavo Guillén. Me pregunto para qué tanto policía en la entrada si iba a ser tan fácil estar cerca del director, casi podría tocarlo si estirara un poco mi brazo. Debe ser un tema difícil el que trata, un tema escabroso que podría traerle inseguridad. Sin embargo, él no se ve asustado acá dentro: o confía mucho en la eficacia de la policía, o confía, temerario, en su trabajo. Vaya uno a saber. Bueno, claro que podría saber si prestara más atención a su película y menos al hecho de su cercanía.

Así que pongo el celular en silencio y me propongo mirar en exclusiva a la proyección. Imágenes de la Guajira. Título en grande, El rio que se robaron.  Ya sé de qué va. En efecto, es un tema complejo, sobre todo por lo reciente. La carencia del agua en la Guajira, las muertes de los niños Wayu por desnutrición, la pobreza. Me emociona poder verlo porque sé que no tendré tiempo para investigar sobre el tema de otra manera. Leí un reportaje en el Tiempo la semana pasada pero qué poco dicen esas cifras, quizá las imágenes me impacten más. El documental consiste en entrevistas, material de archivo, apoyo gráfico y exploración de una de las comunidades afectadas por la situación. No es innovador, es bastante clásico, explicativo. Pienso que no es como me gustaría hacer un documental, lo siento distante, impersonal. Me molesta incluso el hecho de que para hablar el autor tenga que aparecer como un entrevistado más y no a través de una voz narradora. Pienso en estructuras narrativas distintas, más complejas, con más elaboración personal. ¿Estaré diciendo que este documental no es complejo? ¿Y los policías, el peligro? ¿Y las muertes, el hambre? No debería estar pensando en los asuntos formales cuando me están mostrando la imagen de un río represado por multinacionales que impide la llegada del agua que deberían consumir estos niños. ¿No es cruel estar pensando en el valor estético de una imagen de un niño ciego? La ceguera no se la ha inventado el realizador, nadie le puso un lente de contacto blanco a ese niño, no es ficción, ese niño existe y yo debería estar reflexionando sobre ese hecho más que sobre la forma en que es mostrado, al menos en este caso. ¿He perdido mi capacidad de conmoverme? Mi humanidad.


Existe el documental de urgencia. Temas que no pueden esperar y necesitan ser contados cuanto antes, antes de que sean olvidados. Me parece que El rio que se robaron es un ejemplo de ello. Tal vez no sea una reflexión profundamente personal como yo hubiese preferido que fuera, pero eso no significa que no deba ser. Alguien tiene que informar, poniéndose en peligro, ahí está el valor. Aún cuando me moleste la noción de verdad única y revelada que tienen este tipo de documentales que presumen además de su objetividad por medio entrevistas a personajes con distintos puntos de vista (las comunidades, multinacionales, políticos, científicos, investigadores), siento que es importante este primer acercamiento informativo al tema. Mientras pasan concluye el documental mi indignación con la forma va pasando hacia el fondo. ¿Cómo es posible que esta situación se esté dando y el gobierno colombiano solo intervenga para darles a estas personas unas galletas y una bolsa vencida de leche? No puedo cuestionar el trabajo de este director -que además está acá sentado a unos centímetros de mí, a mi alcance, dispuesto a responder a las dudas que nos surjan, a explicar su trabajo, a sustentar sus propósito- cuando afuera hay un Estado inalcanzable, de decisiones arbitrarias, ilógicas y sí que cuestionables, que si no responde a las necesidades de los niños Wayu mucho menos respondería a mis preguntas, a mi conmoción.

Por: Natalia Martínez

jueves, 16 de abril de 2015



Paz, memoria y perdón

Hernando Borda Gómez

Sin duda una de las grandes cuestiones al momento de asumir un pos acuerdo al conflicto colombiano, es entender la posición de las víctimas en el marco de la guerra despiadada que ha dejado miles de muertes y resentimientos.

La paz es un asunto complejo pues implica hacer una reflexión profunda sobre la memoria y lo que implica el perdón y la justicia en este proceso. Aquí se enfrenta dos aspectos muy importantes a tener en cuenta, por un lado lo que la paz implica para una sociedad desgastada por la violencia y lo que la paz implica para aquellos que han tenido que padecerla directamente.

Desde el punto de vista del individuo perdonar implica cesar la ira o indignación, renunciar a un justo castigo o restitución, renunciar a la venganza o a la justicia.  De esta manera es muy complejo inducir a una víctima directa del conflicto perdonar a  aquellos que lo han despojado de sus seres queridos y pertenencias. Perdonar masacres o desapariciones que han repercutido en la violencia de las nuevas generaciones.

Hablar de perdón es muy importante porque no se puede perdonar aquello que se ha olvidado y esto nos lleva directamente al tema de la memoria. En la forma categórica de Ricoeur podemos encontrar esta dialéctica en la memoria individual y la memoria colectiva. Dos manifestaciones de la memoria muy importantes a la hora de asumir un proceso de paz.

Sabemos que el perdón no implica el olvido, pero un perdón sincero si implica un acto de la comprensión que nos permita asumir una postura, y considero que ese acto de la comprensión debe pasar por una actitud reflexiva ante la memoria.

Frente a este dilema de la memoria individual y colectiva, que nos enfrenta a un proceso de paz que se manifiesta dialécticamente, por un lado la paz como bien común que puede implicar el perdón de la sociedad y por otro lado la justicia que reclaman aquellos que han sido víctimas directas del conflicto.

Paul Ricoeur nos da luces sobre una postura abierta y no definitiva; y es entender que la conciencia histórica está conformada por estas dos manifestaciones de la memoria, tanto individual como colectiva. Y el acto de comprender estas dos manifestaciones sin querer imponer una sobre la otra, sino de exponerlas como parte de una misma realidad, nos da una visión global para asumir un pos acuerdo responsable desde lo que somos como sociedad y como individuos.

Esta postura ambivalente permite entender la complejidad del conflicto y lo que implica un pos acuerdo relacionándolo con el perdón, la memoria y el olvido. La postura individual puede o no estar en concordancia con la postura de la sociedad, pero esas son las consecuencias de vivir en democracia.

Sin embargo la voz de las víctimas debe ser escuchada y respetada y por eso es tan importante la reconstrucción de la memoria histórica. Porque entender nuestro pasado es necesario para alzar nuestra voz individual ante la sociedad.  Sin duda los debates se van a dar y las diferencias ideológicas resurgirán, pero el pos conflicto no es una sociedad sin conflicto, tal y como lo expresaba Jairo Estrada en su ensayo para la comisión histórica, sino que es una sociedad que pueda resolver sus diferencias de manera pacífica.

Creo que ahí es donde se va a medir la verdadera intención de los colombianos para hacer la paz, en la posibilidad de entender al otro, en las diversas maneras de comprendernos como colombianos. Quizás ese camino para el entendimiento del otro este en la memoria que como sociedad podamos reconstruir, en una memoria que es importante cuestionar porque quizás haya cosas que hemos decidido olvidar.

Por eso es importante entender los resultados de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, que nos muestran que no hay un acuerdo con el origen de la guerra en Colombia, y era de esperar, porque si hablamos de una conciencia histórica, hemos de considerar que esta no solo se conforma de lo que recordamos, sino también de lo que olvidamos. Por eso la divergencia en un origen común, porque cada vez que escudriñamos en lo que olvidamos, encontramos argumentos que validan la existencia de la guerra.

Ahí es donde radica el trabajo de la memoria  y es en donde se nos manifiesta que la guerra trasciende las barreras de lo puramente político, y que la paz no solo es cuestión de firmar unos acuerdos. Se trata de entender las diversas memorias y comprender que la guerra nos ha tocado de maneras muy distintas, pues son muchas las manifestaciones de la memoria individual en la memoria colectiva.

De ahí, que una de las principales ideas es entender la paz en la otredad, entender nuestra dialéctica individual y social y entender la de los demás mediante el diálogo. Así, el perdón va tener que pasar por un reconocimiento del otro para  que sea sincero, de ahí la labor tan importante de la memoria y su comprensión. De ahí que la paz nunca se termina de construir, pues está en constante diálogo con la diferencia.

Bibliografía
Ricouer, Paul. La memoria, la historia y el olvido. Madrid. 2010
http://www.caracol.com.co/noticias/actualidad/lea-el-informe-de-la-comision-historica-del-conflicto-y-sus-victimas/20150212/nota/2630075.aspx


El Western Como Creador de Memoria Colectiva en la Cinematografía Colombiana

El Western Como Creador de Memoria Colectiva en la Cinematografía Colombiana


Hace pocos días se conmemoró en la ciudad el sexagésimo séptimo aniversario de la muerte del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán a manos de Juan Roa Sierra (su presunto asesino), evento que algunos historiadores y medios de comunicación marcan como el punto más álgido de una época que se conoce como ‘La Violencia’ y que desencadenaría en una cruenta guerra cuyos desgarradores ruidos hacen eco aún hasta nuestro presente. Este hecho se nos ha mostrado como el momento que condensa la historia de nuestro país, un hecho en donde la intolerancia, esta vez impulsada por un partido político, ha llevado a algunos compatriotas a cometer actos deleznables.


Podría asegurar que esta fecha se encuentra inscrita en la memoria de la mayoría de los colombianos, pues como diría Paul Ricœur (1999) en su libro, La Lectura del Tiempo Pasado: Memoria y Olvido

Nuestros recuerdos se encuentran inscritos en relatos colectivos que, a su vez, son reforzados mediante conmemoraciones y celebraciones públicas de los acontecimientos destacados de los que dependió el curso de la historia de los grupos a los que pertenecemos. (Ricœur,1999:17)

Estos relatos que devienen de un acontecimiento tan importante en la historia de Colombia, se han adaptado a la pantalla, tanto de cine como de televisión, rememorando los sucesos de tan infausto día. Entre estas adaptaciones sobresalen algunas como Revivamos Nuestra Historia: El Bogotazo [1982], Cóndores No Entierran Todos los Días (1984), Confesión a Laura (1991), Bogotazo: Historia de Una Ilusión (2008) y más recientemente Roa (2013). Estas obras audiovisuales se refieren directa o indirectamente al magnicidio y resaltan este evento como el catalizador de los brutales actos que se cometerían a continuación, dejando en el olvido los motivos de fondo que generaron la violencia que se esparcía bañando en sangre el área rural del país.


En el ensayo Estudio Sobre los Orígenes del Conflicto Social Armado, Razones de su Persistencia y sus Efectos Más Profundos en la Sociedad Colombiana, Darío Fajardo (2015) nos recuerda como los orígenes de los brotes de violencia en el campo colombiano responden a un orden de factores que van más allá de un simple conflicto bipartidista

Las primeras expresiones del conflicto social armado que continúa desarrollándose en Colombia con la participación directa del Estado, ocurrieron en la segunda y tercera décadas del siglo XX. Han estado vinculadas con las contradicciones entre los sectores beneficiados por la imposición de condiciones de sobre-explotación en las relaciones de trabajo y la exclusión del acceso a la tierra y a la participación política y las distintas formas de resistencia de las comunidades y demás trabajadores del campo a estas condiciones de vida. Estas relaciones sociales han sido impuestas mediante políticas de entrega reiterada de las tierras de la nación a grandes propietarios, conducentes a su monopolización y legitimadas y reforzadas a través de mecanismos políticos, militares e ideológicos. (Fajardo,2015:46)

A partir del ensayo de Fajardo (2015), me atrevería a decir que incluso este presunto enfrentamiento entre los rojos y los azules por el poder, serviría como un simple pretexto de las elites para llevar el exterminio a los campos y diezmar a las familias de los propietarios de tierras y colonos campesinos, a través de una exacerbada violencia, producida por un odio sembrado con precisión en la conciencia colectiva. De esta manera, las elites saciarían su avaricia por acumular títulos de propiedad y pondrían en marcha la maquinaria del progreso, sin importar las consecuencias de sus actos, enmascarando la raíz netamente agraria del conflicto.

Regresando a las obras audiovisuales, no podemos dejar por fuera las películas Aquileo Venganza (1968) y Canaguaro (1981) que sin ser tan difundidas (tal vez por su antigüedad) como las obras mencionadas anteriormente,  se acercan más a este conflicto agrario que nos revela el ensayo de Fajardo (2015). Ayudados tal vez por sus características de género western, estos films nos dejarían ver el trasfondo de la violencia en Colombia en la lucha por el control de las tierras.

Para poder etiquetar un filme con el sello western, este debe reunir una cantidad de requisitos, no solo ha de contar con las condiciones mas básicas del género como lo son el espacio temporal ya definido o su iconografía establecida (pistoleros, desierto, etc.), también debe cumplir con otras reglas de juego impresas en el contenido de la obra: Las temáticas de violencia, la relación de propiedad entre el hombre y la tierra, la fraternidad entre compañeros, la lealtad, la traición y la venganza son recurrentes; así como lo es el conflicto entre lo rural y lo urbano o la civilización y la barbarie, sobre todo cuando esta dicotomía se ubica en la fundación o consolidación de un estado. (k0walsky,2012)



Así, el género western se presentaría entonces como una herramienta para los realizadores audiovisuales con la cual pueden acercarse al conflicto colombiano, de forma tanto temática como estética, sin obviar los profundos factores que rodean este fenómeno de violencia que aún se mantiene en el país. Ricœur (1999) nos recuerda que “la memoria colectiva sólo consiste en el conjunto de huellas dejadas por los acontecimientos que han afectado al curso de la historia de los grupos implicados que tienen la capacidad de poner en escena esos recuerdos comunes” (Ricœur,1999:19), estos films entonces, poniendo en escena esos recuerdos comunes de ‘La Violencia’ en Colombia, crean memoria colectiva y nos ayudan a construir una conciencia histórica, “en la que el pasado no se encuentra separado del futuro” (Ricœur,1999:23), para que a partir de allí, podamos seguir avanzando como país en un inminente post-conflicto.

miércoles, 15 de abril de 2015

Juan Carlos Sánchez

Lo que se olvida al recordar.

Por lo general, las nociones de memoria y olvido tienden a entenderse a manera de dicotomía irreconciliable, en donde cada una adquiere una suerte de carga moral (naturalmente, la memoria es lo bueno, y el olvido lo malo) que define su inclusión en las categorías éticas de lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto. Así, el olvido es entendido como una suerte de pandemia social que sólo puede ser combatida por el discurso políticamente correcto de La memoria. Sin embargo, habría que preguntarse a qué clase de olvido nos referimos al apropiarnos de este discurso. Lo primero que habría que aclarar es que el olvido hace parte de la dialéctica de la memoria, en donde necesariamente existe lo que se recuerda y lo que se olvida.

De ahí que el trabajo de la memoria sea necesariamente un trabajo de recuerdo y olvido. La decisión explícita sobre qué recordar trae siempre consigo una decisión implícita más problemática: ¿qué olvidar?. La conformación de una Comisión Histórica supone una pregunta mucho más compleja: ¿qué debemos olvidar todos?. Pues la escritura de la Historia nunca es un ejercicio deliberadamente aislado, ensimismado, que se basta a sí mismo; sino que, por el contrario, su intención gira siempre en torno a la “construcción de memoria”, pseudo-eufemismo que se refiere más bien a la imposición de una memoria sobre las otras, y de unos olvidos sobre los otros.

Según la taxonomía del olvido que propone Ricœur en su capítulo sobre el olvido y el perdón[1], en Colombia nos movemos, como peces en el agua, sobre tres formas de olvido, a saber: el pasivo, el evasivo, y el activo. O sea, todos. El olvido pasivo es el más generalizado y sobre el que es más fácil hablar, formarse opiniones políticamente correctas y/o lanzar sentencias y frases ingeniosas. “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, es buenísima, por ejemplo. Este olvido encuentra su fundamento en la acción, es decir, el acontecimiento pretérito es inmediatamente reemplazado por uno presente, de manera que el ejercicio de la memoria se hace imposible al encontrarse sumergido en un eterno presente místico, que en Colombia llamamos simplemente “el rebusque”.

Sin embargo son las otras dos formas de olvido (el olvido evasivo y el activo) las que comúnmente entran en juego a la hora de hablar de construcción de memoria. El olvido evasivo es por regla general (por lo menos por aquí) el Olvido de la Historia Oficial. No se niega abiertamente, no se entierra el recuerdo, sino que se deja de lado, se omite, se esquiva, y sólo lo necesario es legitimado por la Historia con mayúscula. En parte esta sensación motivó la intervención de una participante de la conferencia, quien cuestionó la visión romántica/ingenua de María Emma Wills sobre el Frente Nacional, época en la que hubo “un récord de matriculados en la Universidad Nacional” (sí, pero, ¿y cuando el chiquito Lleras metió al ejército al campus en el 68, qué?). Por su parte, el olvido activo niega directamente el recuerdo, busca borrar su inscripción, eliminarlo en un sentido profundo. Negar la existencia de un conflicto armado en Colombia, por ejemplo, es una manera de reproducir y perpetuar este olvido activo. Negar la responsabilidad directa de los grupos subversivos en el tema de víctimas, es hacer otro tanto.

Justamente lo valioso del texto de la Comisión Histórica es que, en palabras de Ricœur[2], “supera el umbral” de estos niveles hacia un olvido selectivo. “Dicho olvido es consustancial a la operación de elaborar una trama: para contar algo, hay que omitir numerosos acontecimientos […] considerados no significativos o no importantes desde el punto de vista de la trama privilegiada. La posibilidad de contar algo de otra manera es fruto de esa actividad selectiva que integra el olvido activo en el trabajo del recuerdo.” (Ricœur, 1999, p.59). Me parece que, entendiendo la historia como recopilación de olvidos, este nivel selectivo es el más interesante. Porque permite la inclusión de relatos plurales (que no marginales) y así, dejar de pensar en términos de Historia Oficial para dar cabida a las Historias del país. Ahora, si bien me parece un buen comienzo, creo también que hay que mantener una perspectiva clara en torno al para qué de la historia ¿para satisfacer el deseo de recordar?, ¿en aras de la verdad historiográfica?, ¿para la utilidad del país?, etc.; en este orden de ideas, la historia tampoco puede ser un compilado de discursos inconexos e irreconciliables, pues en ese caso no tendría sentido reunir este tipo de esfuerzos para construir memoria (olvidos). “Existe un grado de insomnio y de exceso (Übermass) del sentido histórico que perjudica a lo vivo y acaba por destruirlo, ya se trate de un hombre, de un pueblo o de una cultura.”[3]  





[1] Paul Ricœur habla en principio de dos tipos de olvido: en un nivel profundo (la memoria como inscripción, retención o conservación del recuerdo), y en un nivel manifiesto (memoria como función de la evocación). Éste último es el tipo de olvido que le atañe al ejercicio de la historia, y en él encontramos las tres formas o niveles que se mencionan a continuación. Paul Ricœur. (1999). El olvido y el perdón. En La lectura del tiempo pasado: Memoria y Olvido, p.53-59. Madrid: Universidad Autónoma de Madrid.
[2] Ibíd, pág. 59.
[3] F. Nietzsche citado por Paul Ricœur. Ibíd, pág. 61.

El hombre del pasado.

El hombre del pasado.
Por: Natalia Martínez C

Creo que el hombre que vive en este apartamento es una mala persona. No puedo afirmarlo con seguridad; se sabe que no hay buenas ni malas personas, eso se dice al menos en los libros con un poco de criterio, libros diferentes a la Biblia y a los de autoayuda. Pero cómo no dudar sobre la bondad de este hombre que tiene enmarcada y colgada en la pared principal de la sala una foto abrazado a Álvaro Uribe. La verdad es que cuesta no cegarme por este hecho, que además se ve reforzado por su biblioteca llena de teoría sobre libre mercado y seguridad democrática y por las conversaciones en las reuniones familiares donde sale a defender a capa y espada lo que él llama la “meritocracia”. Las cosas se ganan con trabajo, dice, y se pone de ejemplo con su gorda pensión del Banco de la República. Bueno Natalia, no puedes juzgar que alguien es malvado sólo porque piensa diferente a ti. Y tú no eres precisamente un angelito. ¿No te hablaron de la tolerancia ciento tres veces en las clases de trescientas diez horas de ética del colegio? Yo respondo que no es tan fácil, no es fácil perdonar sobre todo si el otro no está pidiéndote perdón.

Mi abuelo materno dejó a mi abuela en la calle y nunca le dio lo que le correspondía tras el divorcio. Le dijo que él lo había conseguido todo con su esfuerzo y que por lo tanto, ella no lo merecía. Seguramente él no consideraba que cuidar dos niñas y una casa era bastante trabajo. En mi familia se creó un misterio acerca de este personaje, no lo conocía y me daba miedo siquiera pronunciar su nombre, era simplemente el hombre del apartamento en el Norte. Cuando mi abuela murió, él volvió a buscar a mi mamá y tuvimos que convivir con él. No parecía un hombre tan malo: era sonriente, nos invitaba a cine y era muy amoroso con sus gatos. Sin embargo, no había forma de no sentir que mi abuela me pedía rescatar su dignidad y comencé a buscar cómo reforzar la idea de odiarlo. Lo encontré en la fastidiosa forma que tiene de idolatrar a un personaje y a una idea de estado que mi familia paterna - atraída siempre hacia las posturas de izquierda- odiaba. También comencé a sustentar mi desprecio en las lecturas feministas de mi adolescencia y llámalo tres veces patriarca en mi mente, como si estuviera enviándole un conjuro. Así que cada vez que voy a su lujoso apartamento subo al estudio y comienzo a ojear los títulos de sus libros y así me voy sintiendo mejor. Algunas veces a modo de venganza -debo confesarlo- les he arrancado páginas, sé que de todos modos nunca los va abrir pues está demasiado ocupado acicalando a sus gatos y a su joven nueva esposa.

Intentando ver el asunto objetivamente - si es que eso es posible- me doy cuenta que es probable que no haya hecho el trabajo de duelo cuando pude y que la pérdida de mi abuela ha resultado acumulándose en algún lugar y llenándose de telarañas y de arañas que a veces salen a recorrer el resto de mí, haciendo que ejecute esas pequeñas venganzas. Esto es lo que Ricoer en su texto La lectura del tiempo pasado: Memoria y olvido llama un traumatismo, poniéndolo en términos de Freud. Todos los tenemos, pocos son conscientes o saben manejarlos, pocos finalmente los tratan. La verdad es que pensando sobre esto me siento un poco alarmista y exagerada. ¿Qué es este seudo-complejo de Electra al lado de otros mucho más imbricados como lo puede ser un asesinato, una violación o una masacre?  Y qué decir de los grandes traumatismos sociales que atraviesa Colombia en su identidad y en su desarrollo.

Si es difícil realizar el trabajo de rememoración y de duelo para un individuo, si requiere de esfuerzos y de espacios terapéuticos, si implica un intento aventurado de dar cuenta de un sin fin de posibles miradas del pasado, de sentimientos y pensamientos desordenados y archivados, para poder generar un discurso personal sobre lo ocurrido, es una odisea pensar en generar una verdad histórica nacional. ¿Cómo recoger todos los testimonios y que estos no se anulen los unos a los otros? La labor de la Comisión Histórica del Conflicto y el informe sin consenso que finalmente emitió hace unos meses, evidencian que si bien buscar una sola verdad absoluta sobre lo ocurrido es infructuoso, sí es importante encontrar dentro de las versiones infinitas que puedan existir los puntos de comparación, de encuentro y desencuentro, y hacer un análisis crítico de éstos. Acá valdría la pena relacionar la función crítica de la historia en términos de Ricoer, que precisamente vendría a hacer una ruptura con la memoria. La memoria serían esos testimonios individuales que corren de manera subjetiva. Lo que se propone la historia desde una posición crítica es documentar, explicar y/o interpretar lo ocurrido, quiere develar la verdad mientras que la memoria apela a la fidelidad. Esto quiere decir que es en la conjunción de ambas, memoria y crítica, subjetividad y objetividad, que puede realizarse un discurso plural sobre el pasado.                                 

Ahora bien, ¿si no vamos a ponernos de acuerdo sobre las causas, los culpables y los efectos de lo ocurrido, entonces para qué el énfasis en el pasado y para qué una Comisión Histórica del conflicto? Pienso que lo importante no está en el encontrar una respuesta a todas estas preguntas, como si de llenar un formulario se tratara. Culpable: Natalia Martínez. Delitos: Indiferencia y olvido. Lo relevante de tomarse la molestia de revisar lo que pasó es –irónicamente- preguntarse sobre lo que no paso. “No sólo los hombres del pasado, imaginados en su presente vivido, han proyectado cierto porvenir, sino que su acción ha tenido consecuencias no queridas que han hecho fracasar sus proyectos y han frustrado sus mayores esperanzas[1]. Lo que Ricoer llama las promesas incumplidas del pasado. Saber que los hombres del pasado también pusieron sus esperanzas en la paz y en un futuro más justo nos hace sentir que no estamos solos en este Proceso de paz y que de hecho tenemos el deber de revisar esas promesas y renovar o reactivarlas con el fin de que tengan un lugar en el futuro y de esa manera dejen de presentarse a manera de traumatismo para el individuo y la sociedad en general. El trabajo de rememoración y el trabajo del duelo es necesario y por eso se hace necesario que cada uno de nosotros genere un discurso sobre el conflicto en relación a sí mismo, por medio de la retrospección.

Sin embargo, si los hombres del pasado aún existen en el presente y están dispuestos a dialogar – como no lo estaría mi abuelo y sí las FARC- también tendríamos la responsabilidad de crear una labor de terapia colectiva en la que, semejante a eso que Ricoer llama la arena donde el terapeuta permite y el analizado acepta, se logra un terreno de diálogo público donde se pueda escuchar al otro. Un espacio-tiempo casi detenido donde sea posible pensar que aunque el testimonio del otro no concuerde con el mío -como ocurrió con algunos de los análisis de los académicos de la comisión y como siempre ocurrirá conmigo y el hombre de este apartamento-, no me es del todo obsoleto porque me permite preguntarme cómo éste alimenta o cómo refuta el mío, cómo puedo reinterpretar mis hechos a partir de los hechos de los otros. Así yo no crea en ese otro testimonio, está ahí está para ser revisado.

Mi abuelo será siempre para mí un hombre del pasado, no me interesa que haga parte de mi presente porque sé que él no siente que deba ser perdonado. Así que lo que puedo hacer es tratarlo como si su vida ya estuviera concluida y ver sus errores como fracasos: pensar en que él tenía sueños de ser un hombre honesto y trabajador y que en el camino se le salieron de control. No hay buenas ni malas personas, eso ya lo había aprendido, pero quizá así empiece a aplicar lo que sé, y en vez de romperle las hojas de los libros le deje alguna flor o hierba mágica que si alguna vez encuentra estará disecada. No solo el asalto, sino la espera es una forma de sorpresa. El conjuro tiene más poder cuando va dirigido a uno mismo y sólo de forma indirecta a los demás.





[1] Paul Ricoer. La lectura del tiempo pasado: Memoria y olvido.  (1999). Ed. Universidad Autónoma de Madrid.