Hay una barrera de policías a la entrada. Muy queridos, en la
requisa no son irrespetuosos. Serán de los pocos que no. Entro. Imagino que
será igual de hermético el lugar de la proyección, pero me sorprendo al ver un
espacio amable y desenfadado con personas bebiendo y comiendo sentados en
cojines. Me siento también en un pequeño espacio que encuentro entre dos
personas. Luego me entero de que uno de ellos es el director del documental que
estoy por ver, Gustavo Guillén. Me pregunto para qué tanto policía en la
entrada si iba a ser tan fácil estar cerca del director, casi podría tocarlo si
estirara un poco mi brazo. Debe ser un tema difícil el que trata, un tema
escabroso que podría traerle inseguridad. Sin embargo, él no se ve asustado acá
dentro: o confía mucho en la eficacia de la policía, o confía, temerario, en su
trabajo. Vaya uno a saber. Bueno, claro que podría saber si prestara más atención
a su película y menos al hecho de su cercanía.
Así que pongo el celular en silencio y me propongo mirar en
exclusiva a la proyección. Imágenes de la Guajira. Título en grande, El rio que
se robaron. Ya sé de qué va. En efecto,
es un tema complejo, sobre todo por lo reciente. La carencia del agua en la Guajira,
las muertes de los niños Wayu por desnutrición, la pobreza. Me emociona poder verlo
porque sé que no tendré tiempo para investigar sobre el tema de otra manera.
Leí un reportaje en el Tiempo la semana pasada pero qué poco dicen esas cifras,
quizá las imágenes me impacten más. El documental consiste en entrevistas,
material de archivo, apoyo gráfico y exploración de una de las comunidades
afectadas por la situación. No es innovador, es bastante clásico, explicativo.
Pienso que no es como me gustaría hacer un documental, lo siento distante,
impersonal. Me molesta incluso el hecho de que para hablar el autor tenga que
aparecer como un entrevistado más y no a través de una voz narradora. Pienso en
estructuras narrativas distintas, más complejas, con más elaboración personal. ¿Estaré diciendo que este documental no es
complejo? ¿Y los policías, el peligro? ¿Y las muertes, el hambre? No debería
estar pensando en los asuntos formales cuando me están mostrando la imagen de
un río represado por multinacionales que impide la llegada del agua que
deberían consumir estos niños. ¿No es cruel estar pensando en el valor estético
de una imagen de un niño ciego? La ceguera no se la ha inventado el realizador,
nadie le puso un lente de contacto blanco a ese niño, no es ficción, ese niño
existe y yo debería estar reflexionando sobre ese hecho más que sobre la forma
en que es mostrado, al menos en este caso. ¿He perdido mi capacidad de conmoverme? Mi humanidad.
Existe el documental de urgencia. Temas que no pueden esperar y
necesitan ser contados cuanto antes, antes de que sean olvidados. Me parece que
El rio que se robaron es un ejemplo
de ello. Tal vez no sea una reflexión profundamente personal como yo hubiese
preferido que fuera, pero eso no significa que no deba ser. Alguien tiene que
informar, poniéndose en peligro, ahí está el valor. Aún cuando me moleste la
noción de verdad única y revelada que tienen este tipo de documentales que
presumen además de su objetividad por medio entrevistas a personajes con
distintos puntos de vista (las comunidades, multinacionales, políticos,
científicos, investigadores), siento que es importante este primer acercamiento
informativo al tema. Mientras pasan concluye el documental mi indignación con
la forma va pasando hacia el fondo. ¿Cómo es posible que esta situación se esté
dando y el gobierno colombiano solo intervenga para darles a estas personas
unas galletas y una bolsa vencida de leche? No puedo cuestionar el trabajo de
este director -que además está acá sentado a unos centímetros de mí, a mi
alcance, dispuesto a responder a las dudas que nos surjan, a explicar su
trabajo, a sustentar sus propósito- cuando afuera hay un Estado inalcanzable,
de decisiones arbitrarias, ilógicas y sí que cuestionables, que si no responde
a las necesidades de los niños Wayu mucho menos respondería a mis preguntas, a
mi conmoción.
Por: Natalia Martínez