VIOLENCIA, CINE Y MEMORIA
"Cuando uno habla con personas que han vivido o viven las
mil guerras que se dan en este país, siempre se encuentra con que la fatalidad
y el absurdo son las únicas maneras de representar la experiencia de la
violencia. La violencia parece venida de otra parte, transferida al ahora y al
aquí. Es un monstruo informe regido por algo anterior a la razón; está marcada
por una incomprensibilidad que la define". –
Víctor Gaviria
Ésta frase de Víctor Gaviria
es citada por Geoffrey Kantaris en su texto El
cine urbano y la tercera Violencia colombiana, la plantea al comienzo y nos
permite introducirnos en la premisa que dice: "La representación de la violencia en Colombia es siempre un acto de
desplazamiento"; entiéndase como un desplazamiento de personas,
territorios, de los periodos de la violencia mismos que se suceden cargándose
en cima los unos a los otros. Kantaris hace crítica a que ni los violentólogos,
ni el cine nacional en general, ha explicado en profundidad la complejidad
antropológica y cultural de las múltiples violencias que se manifiestan en el
país.
Aquel desplazamiento resulta
ser "un desplazamiento figurativo
porque la violencia no se puede representar, sólo transformarse en fatalidad,
en objeto fetiche, o a su vez desplazarse hacia otros campos de la
representación"[1].
Esta migración hace dar cuenta
que la violencia no es una causa en sí misma, más que adjetivar cosas, supone
la ejecución "violenta" de acciones contra algo según un detonante,
causa o fin. De esta forma se comprende a la violencia como "un efecto de la representación" o como
parte "de un sistema de
representación" que canaliza la manifiesta de conductas humanas que
pueden provocar daño o sufrimiento. Sufrimiento que puede caer en la
melancolía, dónde se repasa el pasado sin llegar a soluciones para el presente, un
comportamiento tóxico patológico que llega a definir a poblaciones enteras o
minorías.
¿Si la violencia es
representable o no?, y ¿en qué punto se vuelve una experiencia real?, es una
discusión latente llevada a cabo en el escenario artístico de vanguardia, sobre
todo, en los performaticos. Como escriben José
Amezcua Bravo y Noemí Sanz Merino en su texto ¿Arte o violencia real? la violencia
ejercida en el performace al más puro estilo
busca justificar el uso de la
violencia estética, porque "nos
llevará a reflexionar acerca de la violencia real en el arte, y las cuestiones
éticas se nos plantean por sí mismas pues la imagen ya no es sacada de la
realidad sino que es insertada en una realidad".
En el caso del cine
colombiano, la violencia ha sido una constante abordado desde diferentes
perspectivas. Películas como El río de las tumbas (1964), de Julio Luzardo, En la tormenta (1979) de Fernando
Vallejo, Cóndores no entierran Todos Los
Dias (1983) de Francisco Norden, Carne
de tu carne (1983) de Carlos Mayolo, Rodrigo, D. No Futuro (1990) de Víctor
Gaviria, Confesión a Laura (1991) Jaime Osório, La vendedora de rosas (1998) de
Víctor Gaviria, y La virgen de los
sicarios (2000) de Barbet Schroeder, muestran el interés persistente de
explorar el fenómeno de la violencia como una manera de concebir la realidad
colombiana a lo largo de los años. De hecho, esta preocupación no ha sido
exclusiva de cine, también ha sido característico en la literatura, la historiografía,
la sociología, la psicología, los estudios de género, la ciencia política y,
específicamente, en lo que ha sido llamado por la academia colombiana
"violentología".
Sin embargo, en la mayoría
de los casos, el cine nacional muestra una visión obtusa y sensacionalista al
abordar la violencia como tema. Se acusa entonces a ese cine de efectistas, de
quedarse con la violencia de fachada, y hacer producto de su imagen violenta él
sustento de la violencia misma que trasgrede al espectador. No se aparta del
dominio de la representación con el fin de convertirse en una experiencia,
opuesto a la gran búsqueda que encaminó el arte del siglo XX.
Durante el periodo
comprendido entre 1930 y 1950 en la historia del cine colombiano surge la
violencia como temática dentro de los argumentos, más bien como una excusa para
desarrollar una historia, y este fue caso por ejemplo de la película el Río de las tumbas de Julio Luzardo
(1965), un filme desarrollado en el municipio de Villavieja, departamento del Huila, en un territorio golpeado por el
conflicto. Donde el tema de la violencia queda "desplazado" por las
trivialidades que se van desatando dentro del pueblo. Sin ánimos de ahondar en una
reflexión profunda sobre el tema, pone las bases de una narrativa que aborda
este tipo de temáticas, planteando quizás sin saberlo, pero no por casualidad,
la forma cómica e irónica como una postura que desarrolla temáticas de la
realidad latente del país.
Sin embargo es de destacar
que las intenciones del director eran insistir en el tema social, y aventurarse
a involucrar el humor en el tratamiento. Cierto que no se puede saber sí el
humor es la decisión apropiada para tratar el tema de la película, pero
pensando en el desarrollo de la cinematografía de entonces, es una apuesta
crucial a la hora de abrir el abanico de posibilidades como se puede abordar la
violencia. Siendo esta tendencia una alusión al absurdo y terrible contexto
colombiano.
La pluralidad y debate a la
hora de representar la violencia que evoca algún hecho de la realidad en el
cine Colombiano evidencia que no existe una única forma para relatar un
acontecimiento histórico. Teniendo en
cuenta que cierta reflexión se vería subyugada a asuntos tan complejos cómo las
experiencias particulares de vida de las personas y como se ven afectados por
estas.
El cómo se configura la ética y la moral de los individuos dentro de
cierta margen espacio temporal, en relación las múltiples lecturas sobre los
hechos se hacen ínfimas y todas por igual se convierten en imprescindibles a la
hora de construir en conjunto la memoria
colectiva. Me atrevo a argumentar que es lícito hablar de construir una
memoria colectiva si a ésta se le añade elementos orgánicos como los
equivalentes a un ecosistema sostenible, y se entiende su complejidad bajo
estos términos, dejando a un lado la idea de memoria colectiva como concepto
operativo, donde existe una “personalidad de rango superior” que impone su
lectura de la historia bajo fines particulares, frente a unos receptores
pasivos. Esta imposición sería una forma
de violentar la memoria de forma directa, cuando el olvido aparece como
mecanismo de manipulación del instrumento que se puede llegar a convertirse la
memoria a la hora de manipular una población. Y de forma simbólica, al apelar
por entrar en detalle en ciertos aspectos de la historia que arbitrariamente se
decidan como distintivos de un pueblo tan mixto.
Al tiempo de llegar la hora de
escribir la memoria de un pueblo, por ejemplo, al plantearse escribir “La
Historia de Colombia”, nos encontramos con los denominados “traumatismos y
abusos de la memoria”. Este conjunto de conflictos se ven reflejados en la
relación ambigua entre la reflexividad y catarsis dentro de los imaginarios del público a la
hora de ver material audiovisual dónde se vea reflejado el país, desde
noticieros, documentales… hasta la construcción de la farándula criolla en
las revistas. En estos devenires en la representación, y la forma de pensar la
historia no hago cuestionamiento en cuanto a la pluralidad (otro tema a pensar)
sino en el problema de identidad, personal y colectivo, que Paul Ricoeur expone
como el trastorno de la identidad de los
pueblos.
Cómo se observa un ciudadano
colombiano hoy frente a la historia escrita y el audiovisual existente, y bajo
qué términos queda la memoria colectiva a lo largo del tiempo, son dos puntos en
dónde se vulnera la identidad. De tal forma, las decisiones que afecten el
transcurso de la propia historia del país, cómo el curso de la política, la
cultura y el desarrollo tecnológico, implican un conocimiento de quién soy en
relación al tiempo y el espacio. El ser consiente que aspectos de la llamada colombianidad no puede describir
personalmente a un individuo, no implica que el hecho de haber nacido y educado
en está latitud, y por ende haber declarado cierta compasión a los
padecimientos nacionales, configura al individuo, y lo particulariza a la vez
que le da visos en común con una población, en este caso, la colombiana.
De tal manera, al tratar la
violencia como capitulo en la historia colombiana, se debe tener encuentra el
“El recuerdo no se dirige sólo al tiempo, sino que reclama también su propio
tiempo: tiempo de duelo”[2] a lo que añado a continuación, un tiempo de olvido que libere a las futuras generaciones de toda
esta carga emocional, y les permita escribir una historia con la sabiduría del
pasado, acompañado de la instauración de
monumentos u otros símbolos o rituales que nos inviten al recogimiento frente
al lado oscuro y hostil de nuestra historia. De esta forma, en sociedades como
la Alemana vemos que a la juventud no siente propio los duelos que pasaron sus
abuelos, y existe una tendencia a que a los niños en la escuela los abordan con
los temas del Holocausto con cierta distancia que les permite pararse sobre una
visión reflexiva que no acuse a unos de victimas por herencia ni despierte en
otros sentimientos de segregación u nacionalismos atemporales, no obstante
frente a una figura extranjera al tocar temas de aquel periodo los alemanes
sienten en general una herida presente. Llegaría el día aquel en el cual el
pueblo alemán no herede esa herida a sus hijos, de la misma forma como al
individuo contemporáneo no le duele los sucesos de las grandes guerras del
pasado. Para todo esto hay un proceso, y estamos en el momento donde le toca al
pueblo colombiano.
[1] Kantaris,
Geoffrey. El cine urbano y la tercera
Violencia colombiana. http://www.luisospina.com/obra/rese%C3%B1as/el-cine-urbano-y-la-tercera-violencia-colombiana-por-geoffrey-kantaris/
[2] Paul Ricoeur. La Lectura del Tiempo Pasado: Memoria y Olvido. Ediciones
Universidad Autónoma de Madrid, España, 1999. Pág. 40